Es curioso cómo el cuerpo sabe siempre lo que le pasa al alma.
Si estás feliz, los colores se vuelven brillantes, y la sangre se convierte en un destello rojo que llena cada vena y cada arteria, más rápido que la luz. Los músculos se tensan como correas, listos para explotar en movimientos convulsos y vertiginosos.
Pero cuando se te parte el alma...
Toda esa sangre parece escurrirse por la fractura, y es como si se escondiera en algún rincón que todavía no conocemos. El corazón se encoge, negando todo tipo de refugio y asilo al torrente, y todo torna en blanco y negro. Las manos tiemblan y, heladas, se vuelven frágiles como la escarcha. La respiración se acelera, al compás de una bomba que impulsa lágrimas grises por donde deberían correr ríos de magma. Los músculos se vuelven locos: unos se contraen hasta convertirse en piedra, otros se relajan, renegando de la misión de sostenernos en pie. La cabeza da vueltas, y late como lo hacía el corazón, y los ojos deciden que no existe nada más allá de donde llegue tu aliento, y se oscurecen.
Eso es miedo, pavor, terror, tristeza, angustia, pánico...
Es curioso cómo el cuerpo sabe siempre lo que le pasa al alma.