El aire huele diferente, es distinto
esta niebla matutina es nueva, y los cuervos, y el café...
qué rápido se termina.
Veo caras que jamás había visto, y las voces que aquí suenan son extrañas y musicales
y las piedras, viejas
pero nuevas,
veo el cielo reflejado bajo los pies, y parece que camino entre las nubes.
Y me río. Nos reímos.
Y las risas suenan más fuerte, porque no son de aquí, pero aquí nacen
rápidas, temblorosas, como si temieran no ser de verdad
ser falsas, y ser llanto disfrazado.
Y la luz es más blanca y más tenue que antes,
pero brilla,
se refleja,
tiñe de oro la cerveza y el sudor...
La fiebre delirante y las camas, que cambian volubles como si fueran la propia Fortuna
ora estrechas, ora inmensas,
y medio vacías, o medio llenas,
eso depende.
Y aun así, me siento vivo, despierto, como un niño que conoce el mundo por primera vez
pero sin engañarme.
Sin engañarnos.
Que la niebla se convierte en lluvia de las cinco de la tarde,
de domingo,
y ni si quiera va a misa, la hija de puta.
Pero ahí está, mojándome el cigarro cuando espero al tranvía,
o colándose bajo el paraguas con la ayuda del viento.
Pero estoy vivo...
Despierto al son de mi propia sinfonía, de zumo de naranja, frío y tabaco.
me ducho con agua que moja y abrasa hasta las malas ideas,
me acuesto silbando canciones que ni si quiera yo conozco despierto.
Porque vivo, porque me late el pecho tan fuerte que lo siento en mis oídos, en mis manos.
Porque he encontrado nuevos ángeles, o demonios, y, joder, qué bonitos son. Qué falta me hacían. Y cuánto les debo.
Y cuando salgo a la calle el aire me huele a tierra y a hierro,
a fuego,
a piedra gris.
Me huele a después, y a siempre, y a huesos recién forjados.
¡Joder! ¡Que estoy vivo!