miércoles, 2 de octubre de 2019

02/10/2019 La Torpeza de Atlas

Por curar el corazón y anestesiarlo, nos destrozamos el hígado y los pulmones, el cerebro, cada parte de nuestro cuerpo y hasta nuestra alma. ¡Cuánto se sacrifica gustosamente para defenderse de aquel dolor que escapa a la espada!
                                                                                                                                      Pablo Doménech

El ser humano es imbécil por naturaleza. Soportamos las cien mil formas del dolor más espantoso, lo excusamos, lo escondemos, lo obviamos y lo combatimos. lo curamos.

Lo olvidamos.

Construimos nuestras vidas sobre el dolor, sobre heridas abiertas y cicatrices que escuecen. Nos sostenemos con pilares del pasado, con arquitecturas muertas y cimientos podridos. Construimos nuestro concepto de felicidad a partir de latigazos y de lágrimas.

De decepciones.

Nos empeñamos en dibujar un futuro con pinceles que no pintan,
con cinceles en la piel,
con aguja e hilo
en el alma.

Aceptamos que nos duele la vida, porque la muerte aterra.
Porque preferimos lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Porque nos matan las horas sin tregua ni tiempo muerto.
Porque vivir de rodillas es vivir,
aunque sangremos,
aunque muramos,
aunque nos duela.

Porque esperamos la de cal tras la de arena, y seguimos sin saber cuál es la buena.

Porque seguimos leyendo lo escrito en vez de coger la pluma,
en vez de volar, sobrevolamos.
Buscamos ascender y nos hundimos.

Respiramos agua, pero respiramos.

Buscamos mundos nuevos, cuando ni siquiera podemos con el que llevamos a cuestas.
El cielo se nos cae encima y seguimos
rezando
rogando a las estrellas.

Pero cuando lloramos el infierno llama, tira
hacia abajo,
y Caronte sonríe meciendo su barca.

Nuestra alma nos prostituye,
y nos vendemos por un alma
que lleva el diablo.

Todo lo puede, todo lo excusa. Soporta todo.

y lloramos abrazando la kenosis,
todo damos
aun no teniendo nada.

tomamos por sagrado el monumento construido,
blindado,
inútil.

Y pasamos nuestra vida remendándolo y minándolo
a golpes del mea culpa.
A fuerza de sermones, de mariposas muertas en el estómago

de humo en los pulmones,
niebla en la mirada
y frío en los huesos.

de sangre seca en la comisura de los labios,
de arrancarnos las costras.

de clavarnos puñales por justicia.

Nos creemos mártires de esta religión llamada vida, y nos regocijamos en la autocomplacencia.
Nos mordemos, gritamos y gemimos,
y dejamos el párrafo a medias.

Cerramos los ojos aspirando el olor de una almohada, de una camiseta, buscando el recuerdo en una foto doblada, en un dibujo, en un mensaje.

Nos acurrucamos entre edredones de plumas en vez de enfundarnos la armadura, porque preferimos dormir a luchar,

porque es más dulce el sueño de la victoria que el riesgo del fracaso.

Nos definimos a partir del resto, del otro, supeditándolo al "yo", y acabamos pensándonos como si de un tercero se tratase.

Todos lo hemos vivido.

Todos hemos elegido el camino fácil, el rápido.

Pero hay gente (des)afortunada. ciega.

Esas excepciones a la regla deciden bajar a los infiernos, eligen arder, consumirse, respirar el humo y las cenizas. Esa gente es la que se merece el cielo. O no.

Lo arriesgan todo por nada,

-órdago a la grande-

y juegan aunque tengan que empeñar su alma para ello.

Destrozan cimientos, pilares y tejados.

Lo queman todo.

Y vuelan alto.

Cuando miras a una de esas personas, si eres observador, verás que camina con la cabeza bien alta, una expresión grave en su cara y una mirada despierta y muy profunda.

Ese es el precio que han pagado.

Luchar contra el impulso de aovillarse,
de bajar la mirada,
de cerrar los ojos y llorar.

De delatarse al sonreír amargamente.

Es lo que han de hacer para que no se los coma el mundo:

Callar, por si la voz se quiebra,

Escuchar, por si encuentran la cura,

Observar, para no perderse nada.

Cuando miras a una de estas personas sabes que solo pueden ofrecerte el cielo, porque el infierno lo han hecho suyo y lo gobiernan.

Porque su lema lo lloran

"Los que hirieron, hicieron"

y su bandera ardió hace tiempo.

Cuando encuentres a una de estas personas, trátala como mesías,
como profeta,
como becerro de oro,

Porque estarás ante una rareza.

Cuídate de herirla, porque nada conseguirás más que el castigo de tu propia conciencia.

Porque ya está rota,

despedazada,

maltrecha.

Pero ella misma se ha cosido las heridas, se ha sacudido el polvo, y ha reconstruido las ruinas de sus muros.

de sus mundos.

Las personas así son inmortales, porque siempre serán recordadas.

Cuídalas, tú que escogiste ser el premio, el camino fácil, porque ellas cargan con el dolor de mil vidas vividas y de mil muertes del alma. Porque han aprendido a no aprender,

porque no escarmientan,

porque no quieren escarmentar.

Ellos son su propio templo, su pasado ya no existe y su futuro no llega.

Fíjate bien

-abre los ojos-

y sobre todo no las tengas por estúpidas,

porque el ser humano es imbécil por naturaleza

pero ellas dejaron de creerse humanas ya hace tiempo

y solo los dioses saben lo que han sufrido y amado.

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Con seguridad habrá muchas partes inconexas, incoherentes e incluso contradictorias, pero es un flujo de conciencia tan literal como lo he escrito. No busques razones o motivos, ni si quiera un orden lógico, porque no lo hay.