Sigo
siendo el mismo idiota de siempre,
sigo
llorando a escondidas, al compás de una guitarra,
sigo
gimiendo al son del rasgueo en re menor.
Sigo
engañándome, indolente y complacido,
culpando
de la guerra a soldados ya muertos,
sigo
aferrándome a mi armadura
–las
cinchas tensadas–
desde
hace tanto tiempo que ya no sé si lo que escondo
es
la piel o las heridas.
Sin
cicatrices.
Día
tras día trato de anestesiarme,
de
anularme, calmarme,
lo
que sea
con
tal de no pensar en lo que pienso.
Escondo
al guerrero herido, moribundo,
tras
placas de frialdad y sarcasmo,
de
estúpida ironía,
de
dramas humanos y cotidianos.
Noche
tras noche
me
dejo llevar
por
mis manías,
mis
rituales,
mis
malas costumbres,
dormir,
aunque no descanse,
comer,
aunque sin ganas,
sonreír
y bromear,
cuando
por dentro me noto morir,
calor
frío en mis entrañas,
calambres
y puños atenazando lo que sea que lleve dentro,
un
alma en ruinas,
arruinada.
Me
encerré en mi torre de marfil
y
hoy me doy cuenta de que no puedo salir,
o
no quiero,
o
no me dejo.
Me
escudo en que ya basta,
Ya
está bien,
–por
qué a mí–
que
ya no me toca,
que
ya es suficiente.
Caos
Angustia
Dolor
Pena
Pena
que duele, por ser pena de uno mismo.
El
no ver la luz del sol, y cada amanecer apartar la vista,
llorar
de noche cuando sólo ve la Luna,
chillar
de espanto frente a mi reflejo,
romper
todos los espejos,
hundirme
en el lago de Narciso
con
los ojos bien cerrados.
Esperar
lo inesperado,
pedir
peras al olmo,
morderme
los labios dormido,
buscar
aquellos abrazos envenenados,
desear
sentir aquel dolor tan placentero,
aquella
dulce locura de amor emponzoñado,
de
ser héroe y no villano,
cuando
mi vida dedico
solamente a
hacerme el muerto.
Mirada
fija en el horizonte
sin
verlo,
con
la brisa primaveral acariciando mi pelo,
pero
añorando aquel viento otoñal
cargado
de flores muertas
que
desembocaba en piel,
sexo
y violencia.
Sigo
sin saber qué escondo
aún
hoy bajo la armadura:
piel
y huesos,
sangre,
quizás
nada,
quizás
todo,
quizás
a mí.
Quizás
a ti,
Puede
que a nosotros,
o seguramente a nadie.