A veces, sin darme cuenta, me sorprendo a mí mismo sondeando los pequeños rincones de mi mente. Esquinas polvorientas de una gran mansión que siempre olvido limpiar. Llenas de telarañas y difusas por el polvo, tientan a mi exasperante manía de querer saberlo todo.
Me acerco y comienzo a percibir formas. Siluetas, sombras y una escala infinita de negros y grises que me incitan a conocerlas, a exigirles su nombre y apellidos, su código postal y la razón por la que siguen ahí.
Y no estoy loco cuando digo que los rincones me responden.
Me cuentan batallitas, cual anciano ebrio de sabiduría robada al mismísimo Cronos a hurtadillas. Me hablan de historias pasadas. Relatos que ya tenía olvidados, o que había decidido desterrar de los salones y recintos del palacio de mi pensamiento. Me susurran viejas promesas encorvadas y cheposas, sufrientes por mantenerse en pie, hacinadas en asilos esperando la visita de la familia que nunca llega.
Me narran cafés de domingo y copas de madrugada. Broncas, risas y juegos de roll en los que dos dados sentenciaban cada paso que daba, mandando al paro al aficionado ese al que llamamos destino.
Me acarician con palabras de lujuria que excitan mis ideas haciéndolas explotar en una vorágine de orgasmos celestes, provocando que los cristales de mis lámparas tintineen en agradecida respuesta.
Pero cuanto más me hablan más conozco esos lúgubres rincones.
Y menos me gustan.
Lo que me parecian arrullos y cuentos nocturnos se transforman en lamentos estridentes y tañidos de campanas de muerto; sus caricias son zarpas que desgarran mis sentidos grabando su desalmado propósito en mis entrañas, mordiendo mis límites para cegarme con antiguas y efímeras glorias.
Yo, al contrario que vosotros, historiadores de mi pasado, renegué de Cronos y abracé a Kaisós, que sus regalos suelen ser mejores, o menos dolorosos a largo plazo.
Yo, rincones de basura y restos inmundos, os despojé de todo valor porque erais la manzana podrida del cesto y os exilié a las tinieblas para que, como dicen las escrituras, fuera el llanto y el rechinar de dientes.
Yo, marchitas complices traidoras, os borré del registro de mis sueños e ideales, pues el árbol seco ha de ser cortado o se incendiará el bosque cuando le golpee el rayo para partirlo en dos.
Hoy incinero vuestros grises, y calcino vuestras pegajosas telarañas.
Hoy pulo vuestras superficies y os libero de toda la carga que portabais. Hoy os convierto en nuevos archivos de emociones, deseos y delirios de imponentes alas. Hoy hago limpieza y dejo la mente en blanco. Borro la hoja de papel que soy y comienzo a escribir con tinta.
Hoy, escribo alegorías y demencias que se muerden la cola.
Hoy, pienso dejar de pensaros y empezar a pensar de nuevo.
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