Llevo toda mi vida estudiando.
Año tras año,
memorizando datos, palabras, esquemas,
aprendiendo por obligación y no por gusto.
vomitando sobre el papel lo que querían leer,
lo que decidiría si era bueno o no.
Si valía o me daban por perdido.
Y llegaste tú y te aprendí también.
Por placer.
Porque merece la pena.
Porque los retos siempre me han gustado, aunque tú me aterras.
Igual soy incapaz de razonarlo, de explicarme,
de no buscarme las vueltas e ir al grano.
Igual soy incapaz de callarme cuando debo, o de hablar, o de entender.
Igual me equivoqué de temario y me aprendí las mil maneras de cagarla
y de llegar tarde siempre a cualquier lado.
De perderme.
Y lo siento,
créeme.
Pero no es culpa mía,
ni tuya.
Fueron otros.
Me asustaban y me robaban los apuntes; los buenos.
Los de verdad.
Y me los tuve que inventar, pero nada sale bien.
Y no quiero aprenderte, memorizarte o razonarte.
Me niego a hacer esquemas de ti, cuando puedo pasarme horas mirándote.
Viéndote cambiar.
Vivir.
Escuchándote hablar (sólo yo parezco entender ese placer)
y ver cómo te brillan los ojos cuando todo cuadra en tu cabeza.
Callarme y escucharte.
Quererte.
Desear que me quieras cada vez más.
Y estoy aprendiendo a coserme las heridas; a arrancarme los cuchillos oxidados
y a apretar los dientes cuando me mojo en alcohol.
Y lo siento.
Por haber aprendido todo esto. Por no querer hacer el examen.
Y te amo.
Y duele.
Pero del dolor también se aprende. Y del silencio. Y de la piel.
Y ojalá pudiera prometerte que sacaré un sobresaliente. O al menos un notable.
Pero solo te puedo jurar que siempre he sido el más pésimo estudiante.
·Y·
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