-¿Qué te pasa?
tirar la casa por la ventana y salir en pijama,
fumarse un cigarrillo y tirarlo al suelo a medio consumir
aprovechando un charco en una acera mojada.
Cualquiera puede cruzar en rojo y sin mirar,
saltarse todas las señales e ignorar los carteles,
tirar de freno de mano y subir el volumen de la música
para ignorar los gritos del asiento de detrás.
Cualquiera puede ponerse un traje caro,
engominarse el pelo,
perfumarse;
y decir al resto que el planeta es suyo.
Cualquiera puede hacerlo,
cualquiera puede soñarlo.
Y qué.
Puedes darlo todo, sin que se note,
sin que nadie te diga nada,
sin querer o queriendo,
y sonreir por dentro porque parece que lo estás haciendo bien.
Puedes convencer al resto de que eres invencible,
de que saldras invicto e impune de cualquier situación,
de cualquier mierda.
Puedes hacerles creer que eres de acero y de piedra,
de espuma de mar, de cielo.
Puedes conseguir que te envidien, te deseen, e incluso que te quieran,
pero el mundo sigue sin arder, y está lleno de sinsentidos.
Nadie perdona.
Nadie olvida.
Nadie.
Te conviertes en tu personaje y nada más.
te absorbes a ti mismo, te anulas, te vuelves ese que los demás ven al cruzar la puerta,
pero no pueden perdonar que desaparezcas,
que te rompas,
que te pierdas,
y ni si quiera tienes a mano un fino hilo de oro.
Y das vueltas y vueltas.
Gritas.
Te destrozas las uñas arañando unas paredes demasiado gruesas,
sientes tus huesos explotar en llamas,
la cabeza te da vueltas y palpita más que el corazón.
Lloras por no ver la salida, y por, quizá, no tener fuerzas ni para buscarla.
Lloras porque sólo te queda una vela, y va a ser una noche muy larga.
Lloras porque se te para el reloj y siempre son las cuatro de la mañana,
y ni hay tranvías ni autobuses.
Ni siquiera ves la calle.
Otro cigarrillo.
Calada.
Calada.
Calada.
Calada.
Calada,
y se acabó.
Te tiras de los pelos,
apoyas la espalda contra la pared y te dejas caer, vencido.
Abandonas.
Con lo bonito que estaba el laberinto en verano.
y en invierno.
Y bajo la luz primaveral o la lluvia y la niebla del otoño.
Cuántas veces lo había recorrido acariciando las formas de sus muros,
imaginando peligros y fantasmas al girar en cada esquina.
Cuántas veces me había escondido para escuchar a hurtadillas entre sus sombras.
Cuántas veces había pasado la noche allí, escuchando en la lejanía el barullo de una ciudad que no existe.
Cuántas veces había jugado a ser Dios, o al menos ángel.
Cuántas veces...
Y desapareció. Ya solo queda ese armatoste gris y despiadado que te hiere las manos con los filos de sus piedras, que se inunda y no te deja dormir sobre ese suelo tan conocido.
No es mi laberinto. No lo encuentro. Ya no está. Este laberinto está muerto. No lo entiendo. Desde cuándo. Ayer jugaba en él y hoy lo considero muerto. Me lo han robado.)
Alza la vista, y su cara refleja una tenue sonrisa. Abre la cajetilla y saca otro cigarrillo.
-Nada -susurra. -Todo va bien.
Calada.
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